"Anatomía de un asesinato" nos deja perplejos
desde el momento en el que el protagonista , Pauly Biegler, acepta el
caso porque necesita el dinero. Un hombre ha cometido un crimen, es culpable,
pero como todo acusado tiene derecho a un juicio justo. Pero ¿existe justicia
en el momento en el que alguien que ha matado a otra persona sale en libertad
gracias a alegar locura temporal? Sabemos el acusado, Frederick Manion, no
estaba loco cuando cometió el crimen, ni se dejó llevar por un arrebato que le
cegó el sentido común, y asistimos atónitos a la defensa por parte de alguien que merece la cárcel. Toda la historia se muestra
como algo totalmente cotidiano. El más descarando realismo impregna cada una de
las secuencias del caso, lo cual hace más terrible su premisa. En los instantes
finales, cuando vemos que Frederick ha quedado en libertad, éste no paga al
abogado sus honorarios por el trabajo realizado, aludiendo la misma
excusa utilizada en el juicio. Esto puede verse como la parte que tiene que
llevarse Biegler por defender algo indefendible. Los hechos tienen
consecuencias, y ésa es la que le ha tocado al personaje central.
Desarrollo
Esta historia es una representación de la Justicia en su
concepto más absoluto y abstracto, además de ser un canto humanista, con sus toques adecuados de cinismo.
Es, a su vez, una profunda reflexión sobre los múltiples
matices que tiene la Verdad.
La novela comienza cuando Pauly Biegler recibe la llamada de Laura
Manion, la esposa de un militar, Frederick Manion, que ha sido detenido por
asesinar al dueño de un hotel junto al lago que concita el turismo del lugar.
El caso, en apariencia sencillo, se complica cuando el fiscal local reclama la
colaboración de un famoso y muy duro fiscal de la capital del estado, Dancer. Biegler,
para hacer cara cuenta con la ayuda de un viejo borracho, antiguo abogado,
Parnell Emmett McCarthy.
(En
su momento, además, se incluyeron palabras
que se consideraban «malsonantes» y, por tanto, prohibidas. La principal, es la
referencia continua a las "bragas" de la joven violada como prueba
fundamental de cargo).
La primera impresión que causa la historia, es de asombro
durante los momentos de duelo dialéctico
entre el abogado defensor y su oponente el fiscal Dancer, grandes dominadores
de todas ese vocabulario y tácticas que parecen imprescindibles en quienes practican el
derecho en los EE.UU.
De entrada, Pauly se nos presenta como un hombre que parece
haberse abandonado profesionalmente (sólo parecen preocuparle el jazz y
la pesca) y que mantiene un bufete que parece tener muy pocos clientes, y que sale adelante con la ayuda de su
secretaria Maida, que intenta inútilmente aportar la voz de la sensatez. Poco a
poco se descubre que antes era el fiscal de ese mismo distrito, pero perdió las
elecciones (que en ese entonces para
ganar era necesario vender folletos que explicaran estas extrañas, y que eran muy característicos de la justicia norteamericana), pero no parece remontar ni preocuparse por
hacerlo, desde entonces. Eso sí, hay algo en la vida que sí parece importar a
Pauly, y es el viejo y alcoholizado abogado, Parnell Emmett McCarthy, que viene a visitarle por las
noches para seguir bebiendo y leer en común antiguas crónicas judiciales. Lo cual enlaza ya con ese humanismo de la trama: la
ternura en las relaciones personales como verdadera forma de realización de los
hombres.
Como quinta esencia del cine judicial, Anatomía de un
asesinato supone toda una exhibición de ese carácter de representación que
todos asociamos a la justicia anglosajona:
- La sensación de que los juicios
criminales anglosajones son un espectáculo dramático en el que casi cuenta más
la buena actuación de los actores (el fiscal y el abogado, los testigos y los
inculpados, incluso el juez).
- La consistencia del libreto y su teórico
objeto: el establecimiento de la culpa.
Se parte de que, en esta ocasión, no
hay enigma alguno que resolver: desde el principio se sabe que el teniente
Manion mató a Barney Quill porque éste violó a su mujer; y parece también claro
que la violación existió. De ahí que el conflicto gire únicamente en torno a la
cuestión que el mismo protagonista, el abogado Pauly Biegler sabe que es la
base de su defensa: convencer al jurado de que Manion tuvo una «justificación»
que le enajenó en el momento de disparar a Quill. Y que los fiscales intenten
dejar bien sentado que hubo incitación por parte de Laura Manion, y que su
marido, por otra parte, actuó con sangre fría y no dejándose llevar por un
arrebato.
De
ahí que, toda la dramaturgia gire en torno a la capacidad de convicción del
abogado (Biegler) y de los fiscales: el gris fiscal local, Lodwick, pero sobre
todo la eminencia llamada de la gran ciudad, el inescrupuloso e implacable
Dancer. No en vano, la declaración final que inclina el veredicto del jurado, la
revelación de la joven Mary Pilant, acosada por Dancer para
que confiese que el muerto, al que ahora parece querer hundir con despecho, era
su amante, en realidad era su padre. No es la clásica sorpresa final de este
tipo de novelas, puesto que el lector lo sabía con antelación. Por el contrario,
la última escena de interrogatorio es la pieza final de la representación, en la cual el jurado se inclina por la inocencia de F. Manion, dicho de otro modo, Dancer
pierde el caso porque su dialéctica y sus trucos no estaban
preparados para esa revelación final.
El autor en todo momento, con una honestidad fuera de duda, nunca
lleva de la mano al lector. Le presenta todos los elementos de juicio, no se
guarda ningún “as” bajo la manga y presenta el conflicto con la adecuada
ecuanimidad. Es cierto que todas las simpatías del espectador están con Pauly y
sus colaboradores, el veterano Parnell McCarthy y su secretaria Maida (a quien,
en una significativa muestra de respeto, Pauly presenta en cierto momento como
su «asociada»). Sin embargo, también es cierto que el personaje de F. Manion no
resulta nada simpático: es claramente un individuo altanero y violento, seguro
de sí mismo más allá de lo tolerable. La antipatía instantánea que despierta,
en especial al compararlo con la naturalidad del resto de personajes, en cierto
modo refuerza la caracterización negativa del personaje.
Pero sobre todo, esa ecuanimidad ante el lector viene
representada por el inolvidable personaje del magistrado Weaver. Con su
humanidad, su socarrona capacidad para entender, con humor y comprensión, a todas
las partes. Parece el encargado de impedir que los grandes histriones, Pauly y Dancer, extralimiten su posición de poder sobre los testigos, sabiendo
siempre situarse en el punto justo para que ninguna de las partes adquiera una
ventaja excesiva.
El gran tema del libro es su ya comentado humanismo.
Humanismo que se encarna en el juez Weaver, en la relación entre Pauly y el
viejo Parnell, en la presencia como apoyo latente siempre de Maida, en los
planos que muestran el banquillo de los acusados, en la afabilidad con que fuera de la sala, en los pasillos y en los calabozos del tribunal, se tratan
todos esos hombres (Pauly, Lodwick, los alguaciles) que se conocen de mucho
tiempo atrás, en la socarronería con que Pauly y Weaver saben hacer aparecer el
calor humano en la fría estancia del tribunal.
Y
que, sobre todo, actúa por contraste con la joven pareja sometida al trance del
juicio: el matrimonio Manion. La amoral Laura, una mujer que rezuma sexualidad por
todos sus poros, que no duda en utilizar siempre, ya sea para su vanidad
personal o para conseguir que los hombres hagan lo que ella quiere. Y el
ensoberbecido teniente Manion, cuyas miradas hacia su mujer manifiestan un
sentido de la posesión que sin duda delatan a un maltratador. Está muy claro
que F. Manion considera a Laura, en gran parte, culpable de haber instigado esa
agresión.
La grandeza de este libro es que, al final, el autor deja que sea el
lector quien juzgue la justicia o injusticia del veredicto, la verdadera
naturaleza de esa muerte. Pues puede que F. Manion, en efecto, se dejara llevar
por un impulso enajenador, pero es evidente que hay en él un fondo de violencia
que favorece que ese impulso concluya en una muerte. Puede que Laura sea, como
señala su marido, un tanto provocativa, pero nada justifica que un hombre
decida que tiene carta blanca para poseer a la mujer que parece estar
«pidiéndolo».
Al final es el lector quien estima si puede considerarse
inocente a alguien que ha matado a otro ser humano, y no en defensa propia: en
cualquier caso, la justicia «legal» sí permite hacerlo.
Donde el autor sí deja clara su postura, es en el final, en el
verdadero legado del juicio. Ese final muestra a Pauly y a Parnell ante la
evidencia del cinismo de los Manion, que se han marchado del recinto de
caravanas donde vivían —otra muestra de la deshumanización asociada a la
pareja: son incapaces (ellos mismos se definen como nómadas por vocación)
de buscar la calidez de un rincón propio y asentado, como la acogedora casa de
Biegler—, y sin pagar. Poco importa eso para el protagonista, pues el premio obtenido nunca
podía ser el escaso dinero de los Manion, sino la autoestima, de ahí que el
final de Anatomía de un asesinato en ningún caso pueda ser cínico ni
desengañado, sino profundamente jovial, un bello canto a la amistad.